Por qué Occidente está renunciando a los derechos individuales

Aunque la clase política occidental critica constantemente el carácter «autoritario» de ciertas naciones, uno debería barrer primero delante de su propia puerta, parafraseando a Johann von Goethe. En efecto, los Estados-nación occidentales y las instituciones internacionales llevan años royendo la libertad y los derechos tanto de los individuos como de las empresas.

En primer lugar, las exorbitantes presiones fiscales e inflacionistas sobre las poblaciones occidentales nunca deberían considerarse «normales» o «aceptables»; son graves violaciones de los derechos de propiedad en sí mismas. Estas presiones ayudan por sí solas a explicar el estancamiento económico y la decadencia política de las sociedades occidentales. Además, se han otorgado a las fuerzas policiales y de seguridad occidentales poderes antes impensables, muchos de ellos ahora permanentes. Wikileaks y otros han revelado los programas de vigilancia masiva de poblaciones enteras que practican las irresponsables agencias de inteligencia occidentales.

La censura y la propaganda son prácticas habituales de los gobiernos y los principales medios de comunicación, sobre todo en las democracias occidentales, donde el control de la opinión pública es clave. Pero la violación de derechos en Occidente dio un giro dramático con los confinamientos injustificados y sin precedentes de personas sanas durante la pandemia del covid-19, las políticas de vacunación esencialmente obligatorias y los demás escándalos políticos en torno a estas vacunas.

El siguiente punto del orden del día son nuevas restricciones a la libertad de expresión en determinadas plataformas de medios sociales. Nuevas leyes, como la RESTRICT Act (Restricting the Emergence of Security Threats that Risk Information and Communications Technology) en los Estados Unidos y la Digital Services Act en Europa, se aprueban de forma antidemocrática, aparentemente para proteger al pueblo. Sin embargo, permiten a la élite oligárquica occidental aumentar su control sobre la sociedad, aplicar su agenda globalista y protegerse de la disidencia en ciernes.

Sin embargo, en un futuro próximo, es probable que las cosas empeoren mucho más. Desde el alarmante control potencial de las vidas individuales a través de las planeadas carteras digitales y las monedas digitales de los bancos centrales hasta las graves consecuencias económicas y sociales de los «acuerdos verdes», todas las señales de alarma llevan sonando ya algún tiempo.

A la vista de estas graves violaciones de derechos y de las amenazas de nuevas violaciones, cabría esperar mucha más contestación por parte de la mayoría de los receptores. Es cierto que existen focos de desobediencia política, como las alentadoras protestas de los agricultores en Europa, pero se trata de movimientos marginales de personas que están experimentando en carne propia las políticas mencionadas.

Hay signos positivos de desaprobación entre la población en general, como una pérdida apreciable de confianza tanto en los principales medios de comunicación occidentales como en los líderes políticos, pero no hay una oposición masiva a estas flagrantes violaciones de los derechos individuales. Así pues, antes de preguntarse qué condiciones son necesarias para un cambio político radical en Occidente, parece necesario analizar primero esta indiferencia.

El olvido de los derechos individuales

El mundo occidental fue capaz de producir textos tan inspiradores como la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y la Carta de Derechos de EEUU, ambas de 1789. Su propósito era garantizar la protección de los derechos individuales y la libertad frente a la coacción del Estado. Durante más de dos siglos, estos dos documentos han desempeñado un cierto papel en la contención de las violaciones más atroces de los derechos individuales por parte de los gobiernos occidentales contra sus súbditos.

Hay que señalar, sin embargo, que estos documentos no sólo han sido interpretados con bastante «liberalidad», sino que también han sido violados, incluso abiertamente, en muchas ocasiones (por ejemplo, la conscripción forzosa y los impuestos confiscatorios, por citar sólo dos ejemplos). Esto es inevitable cuando tales derechos sólo están protegidos por la voluntad de legisladores y jueces de atenerse a viejos pergaminos, por muy «sagrados» que a menudo se pretendan. Teniendo en cuenta la relativamente escasa protección de los derechos individuales que estos documentos han proporcionado de hecho, no es de extrañar que estos derechos —en particular el más fundamental, el derecho a la propiedad— puedan socavarse tan fácilmente hoy en día.

Podría decirse que esta actual violación descarada de los derechos se produce por varias razones. En primer lugar, en la cultura posmodernista imperante, los significados de las palabras son subjetivos, positivistas y no deben tomarse muy en serio. Esto se refleja en el zeitgeist actual, que considera la intervención estatista no sólo aceptable, sino un medio mucho mejor de mover la sociedad que esos «pintorescos y viejos principios». Un buen ejemplo de ello son las medidas draconianas que se planea imponer para luchar contra el «cambio climático».

En segundo lugar, los derechos individuales suelen ser ignorados por la mayoría porque se dan por sentados. Se trata de la ingenua convicción del «fin de la historia», según la cual las «democracias liberales» occidentales son la cumbre del desarrollo moral y político de la humanidad. Es la idea, común entre las personas de buen corazón pero políticamente ignorantes, de que los derechos individuales ya no necesitan atención porque ya se han adquirido, de una vez por todas.

Así pues, hoy en día en Occidente se reconoce poco que la lucha por la libertad no termina nunca. Como dijo Benjamin Constant en un famoso discurso ante la asamblea francesa en 1819, «Para beneficiarse de la libertad que desea, el pueblo debe ejercer una vigilancia activa y constante sobre sus representantes». De lo contrario, como escribió George Santayana, «A menos que todos los interesados vigilen atentamente el curso de los asuntos públicos y se pronuncien con frecuencia sobre su conducta, no tardarán en despertar al hecho de que han sido ignorados y esclavizados.» Tales palabras de sabiduría nunca han sido asimiladas por los públicos occidentales.

Derechos positivos

La tercera forma en que se socavan los derechos individuales es cuando se interpretan de forma demasiado amplia y, por tanto, se diluyen. Esto ocurre cuando los derechos se amplían para incluir no sólo los derechos negativos, sino también los positivos, aquellos que se espera que el Estado haga cumplir. Esto legitima tanto el crecimiento del Estado como su redistribución coercitiva e injusta de la riqueza con el fin de garantizar la «igualdad de oportunidades» o, peor aún, la «igualdad de resultados».

Este pensamiento impregna la sociedad occidental actual, incluso en la Declaración de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, que ensalza «derechos» positivos como el derecho al trabajo, el derecho a la igualdad salarial o el derecho al descanso y al ocio. Obviamente, no son «derechos» en el mismo sentido que el derecho natural a la propiedad, y su aplicación por parte del Estado viola necesariamente los derechos de propiedad de los demás. De hecho, como escribió Murray Rothbard en La ética de la libertad, «el concepto mismo de ‘derechos’ es ‘negativo’, pues delimita las áreas de la acción de una persona en las que ningún hombre puede interferir adecuadamente».

Como siempre, educación en libertad

Sólo puede haber un resultado de esta negligencia polifacética de los derechos individuales entre la mayoría en Occidente: la violación progresiva de los derechos individuales que es tan obvia hoy en día. Si realmente se enseñaran los principios de los derechos naturales, en lugar del vacuo mantra repetido hasta la saciedad de que «todos los hombres son creados iguales», entonces sería mucho más fácil resistirse a la nefasta agenda de control que está imponiendo la minoría gobernante occidental.

Conviene recordar que la primera frase de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano afirma: «La ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos humanos son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos». Por lo tanto, no deben cejar los esfuerzos para informar y educar al público sobre los principios de la libertad y la importancia de proteger los derechos negativos frente a los constantes intentos de violarlos.

TP

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