Dióxido de carbono: la excusa del globalismo para que la población acepte que controlen su modo de vida

El dióxido de carbono es un gas fundamental en la naturaleza que interviene en procesos biológicos como la fotosíntesis o el equilibrio del pH en los océanos. Demonizar un elemento químico y basar la acción política en él es propio de ignorantes y supone supeditar la política industrial, el empleo y la prosperidad de las sociedades a eslóganes y maximalismos baratos sin base científica.

Si por algo se caracteriza la política actual es por simplificar asuntos complejos para, progresivamente —nunca mejor dicho—, convertir estas cuestiones en eslóganes primero y en incuestionables ejes de la acción política, después.

Desde hace años la llamada «izquierda» persigue la demonización de la actividad económica amparándose en la hipótesis del cambio climático. No nos engañemos; el objetivo de los políticos no es preservar el planeta Tierra o que los cangrejos del río Mississippi sigan viviendo en su hábitat natural. La finalidad es que, bajo unas premisas de alerta medioambiental y utilizando el recurso al miedo y al interés colectivo, la población pueda aceptar que la clase política asuma unos poderes de regulación y control sobre la actividad económica y sobre el modo de vida de los particulares. Todo ello mediante, entre otras muchas cosas, el dominio de las fuentes energéticas para favorecer un modelo económico y de sociedad determinado en el que cada vez habrá menos libertad y espacio para la iniciativa individual.

El dióxido de carbono es una excusa y una diana perfecta puesto que es uno de los gases generados en los procesos de combustión de combustibles fósiles y, por tanto, está asociado a los procesos de transformación energética más básicos en la sociedad, desde el transporte individual con automóvil, el avión o la propia generación eléctrica.

Cuando con ignorancia supina se habla de «descarbonizar la economía» o se menciona la «neutralidad de carbón», se está apuntando a reducir y eliminar las emisiones de COasumiendo automáticamente que éstas son las responsables de un hipotético problema medioambiental y que, a golpe de real decreto y de rodillo legislativo, se pueden evitar esos daños medioambientales simplemente con acabar con las emisiones de este gas. La realidad es mucho más complicada y exige mucho más conocimiento para emitir simples y vacuos mensajes con consecuencias muy peligrosas.

Antes de nada, el COes un gas fundamental para la vida en la Tierra. El ciclo del carbono y la fotosíntesis se basan en este gas y en su transformación en oxígeno. Sin el CO2 no podría existir la vida en nuestro planeta. La presencia del CO2 en la atmósfera terrestre es aproximadamente de 390 partes por millón, o sea un 0,039% de la totalidad de gases que forman la atmósfera terrestre; sin él no habría plantas, alimentos ni humanos. ¿Cómo se puede denominar a este gas «enemigo»? ¿es simple ignorancia? La respuesta es que el miedo al CO2 y la alarma medioambiental dan pie a que se pueda aceptar y aprobar normativas y restricciones que tiene unas repercusiones claras en la vida de las personas y que se considere como deseable determinadas políticas que cercenan la capacidad económica individual y la propia libertad.

La farsa de la izquierda sobre la descarbonificación y el ataque urgente y despiadado contra las emisiones se caen por si mismas cuando se observa que España es únicamente responsable del 0,58% de emisiones de CO2 por actividad industrial en el mundo en comparación con países como China (30%), Estados Unidos (14%) o India (10%) que, o no van a implantar ninguna medida o, si lo hacen, será mínima y sin comprometer a su economía y, siempre, a diferencia de España, defendiendo sus intereses y los de su economía.

Cuando a un agricultor en Palencia se le exige «descarbonizar su actividad económica» como si él fuera culpable de algo por sacar adelante a su familia como buenamente puede, lo que se ignora u omite es que se le va a obligar a tener que pagar hasta un 60% más en productos energéticos, a tener que renunciar al gasoil, a tener que desprenderse de sus activos de producción y, por ejemplo, tener que adquirir nuevos vehículos con alguna etiqueta “verde” o de colorines que serán más costosos y que implicarán inversiones inasumibles. A nuestro compatriota agricultor la descarbonización le supondrá una inversión adicional que comprometerá su viabilidad económica. ¿Quién podrá hacer frente a la misma? Por supuesto grandes propietarios, grandes empresas y fondos de inversión que progresivamente eliminaran a la agricultura familiar del panorama de producción.

Y mientras la muchedumbre en los mítines socialistas aplaude con ignorancia esta medida, ¿piensan ustedes, lectores, que en Marruecos, en Argelia o en otros países competidores de productos agrícolas se está obligando a sus agricultores a «descarbonizarse»? ¿le importa esto a los políticos españoles que piden descarbonizar todo menos sus coches oficiales o los Falcon a los que asistir a reuniones de partido?

En España, por ignorancia, mala fe y cobardía, se ha aprobado una legislación dañina para nuestra actividad económica que, además, perjudica a los más débiles. En plena escalada de los precios de la energía eléctrica, entre vítores y algaradas, se celebraba, cual talibanes ante los budas de Bamiyán, el derribo de las torres de refrigeración de la central térmica de Andorra, Teruel o el próximo cierre de Carboneras, Almería. Los que lo aplaudían probablemente ignoran que, mientras se pagaba la luz a más de 200 euros el MWh, se eliminaban centrales ya amortizadas que producían electricidad hasta a 35€/MWh eliminando potencia instalada, acentuando una carestía y una precariedad en el sistema del que sólo se benefician las grandes empresas productoras que ven, en esta estrategia verde y sin CO2, una forma de reducir la oferta y elevar el precio de la electricidad.

Efectivamente, entre eslóganes huecos y con el ruido de fondo de los aplausos en los mítines de los partidos políticos, sintiéndose todos defensores de la Madre Tierra, no se habla de las consecuencias terribles, de los costes a asumir ni de la pérdida de competitividad económica. Y cuando, de forma rara, hay alguien que osa decir que el emperador va desnudo, que la llamada «política de descarbonificación» sólo va a generar precariedad, desempleo y va a dañar a los más débiles o que a él sí le importan los agricultores de Palencia y que España y su agricultura pueda competir con los productos de Marruecos, esa persona será despiadadamente señalada y acusada precisamente de no querer salvar la Tierra ni los cangrejos del Mississippi ni de estar a la supuesta elevada altura moral de esa izquierda que, preocupándose mucho por el planeta, nos ha sumido en una precariedad energética que se puede comprobar con los precios de la luz para regocijo de las empresas eléctricas.

¿Es posible concebir unos gobernantes y legisladores que lleven a su país a la precariedad energética? ¿Se puede imaginar alguien que un Gobierno, en lugar de favorecer la oferta de energía, la elimine dando más poder a las empresas generadoras? En España sí, claramente. Y todo con la excusa de la descarbonización.

Cuando vuelva a escuchar a un político hablar de lo malo de las emisiones, pregúntese lo que les va a costar a ustedes y a nuestro país.

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